El mocasín, el mocasinismo y una reflexión desde la conyuntura política

Un fantasma recorre
las calles de nuestro mundo: el fantasma del mocasín. Acabo de ver uno, ayer
cuando almorzaba vi otro, en la televisión están, si voy más tarde a un bar me
encuentro con ellos. Las fuerzas políticas (Petro y Hernández los usan) y
culturales (pocos escritores se dejan ver sin su mocasín en alguna feria del
libro de provincia) parecen alinearse en esta práctica. Entonces, seamos
sensatos: es algo que exige una toma de postura. Ya Lenin preguntó una vez: "¿Qué
hacer?" justo cuando comenzaba la moda por este tipo de zapato. Hay una
necesidad de aceptar el debate y salir al ruedo a decir lo que pensamos sobre
este fenómeno del presente. No podemos darle la espalda.
Del mocasín se dice que es invento colonial norteamericano. Siguiendo al maestro García Canclini, han dicho que se trata de una expresión de la hibridación cultural. Pero se puede pensar que el intercambio ocurrió entre un par de mocasines y unas cuantas escopetas para los iroqueses, y que lo híbrido está justamente en la necesidad de ponerle esos cordoncitos, que parecen conmemorar el triunfo colonial y que cuelgan juguetonamente en el empeine del orgulloso portador del artefacto del choque cultural. Vieron los europeos a los indígenas en esa comodidad, y sin vacilar, se dijeron para sí mismos: el nuevo mundo es el mundo del nuevo zapato. Germán Arciniégas olvidó ubicar este descubrimiento entre las tantas cosas que hay de "América en Europa". Cornejo Polar tendría que haber redefinido la heterogeneidad: no desde el encuentro entre Atahualpa y Pizarro en 1532, sino desde el encuentro entre el indio del mocasín y aquel europeo incómodo con sus zapatos, los mismos que lo llevaron a buscar más allá del atlántico la clave del desasosiego en el pie.
En el siglo XX se quiso convertir en pieza de abolengo y de aristrocracia. Gucci hizo lo suyo, y el simulador de la clase media que busca el ascenso, hizo lo propio: era su disfraz al estilo balzaciano para mimetizarse en los salones de la clase alta. De ahora en adelante, el mocasín sería para usos formales e informales, para aristócratas e intelectuales. Se lo sacó de ese confinamiento improductivo que es el gusto simple del descanso, para llevarlo a ser criterio de estatus social. En los setentas se dio la primera polémica, pero esto no fue impedimento para continuar con su descomunal ascenso. Si la falta de cordones era un problema, los top siders darían la satisfacción de tener algo qué amarrar. Amarrar un zapato es central, puesto que es un momento dulce e irrepetible del encuentro entre una práctica mecánica y el uso del tiempo en algo que podría simplemente no ser.
Quiero defender que la invasión del mocasín se trata de una especie de imposición de lo aristocrático como estética. El mocasín muestra las medias, quiere decir que alguien que está ubicado en la burocracia del Estado o en los lugares administrativos de la empresa privada es productor de símbolos, porque da un mensaje a través de sus propias medias. Y si produce símbolos es alguien activo y capaz de decidir sobre su vida. El mocasín también le sirve al político hacerse ver como lleno de responsabilidades, pero que, al mismo tiempo su capacidad desiderativa, le libera de esa vida de estrés por medio de un zapato que no tiene cordones y que solo aspira a cubrir la desnudez del pie, pues, no tiene funcionalidad alguna. Todos hemos visto, por ejemplo, a Juan Daniel Oviedo, el director de DANE, ser entrevistado en una silla, hablar de cifras con seguridad, decir que el corrientazo es lo que más se consume, al paso que va moviendo su mocasín que exhibe una media con dibujos de Mickey Mouse diciendo que al fin y al cabo la vida sigue en su consumismo (hay que recordar lo que dice Umberto Eco sobre Disney World al respecto). Se sabe que los de la economía naranja impusieron la moda de llevar medias coloridas con mocasín, que contrastan con el resto del atuendo, solo porque lo naranja significa estar abierto siempre a la innovación y la creación. Usado así, el mocasín quiere decir que es el zapato del tiempo libre, de la insolencia, de la libertad de espíritu, de la liberación de las cadenas, del contrapoder foucaultiano que se vale de los propios mecanismos del poder para manifestarse, es la encarnación en el cuerpo usurpador del dueño del poder de la imparable necesidad de seguir consumiendo.
Es una postura político-estética la que se constituye en el uso de este tipo de zapato. Es la postura que señala y distingue a los que tienen la posibilidad de simbolizar su relajamiento con el capitalismo, precisamente, porque están ubicados en el lugar en el que cualquier cosa que usen solo será tomada como muestras de irreverencia, pero nunca como afrentas al estatus quo señorial que es obligado a seguir para todo aquel que quiera ascender. Separa así a los que no pueden verse tan relajados en su vida, porque eso supondría que han dejado de trabajar o que comienzan a tomarse a la ligera el trabajo que es sustento de su vida material (Zoé), de aquellos capaces de llevar una vida plena y productora de símbolos (Bíos).
Pero se dirá que no puedo olvidar los mocasines de N.N., la serie de comienzos de los noventa en la que un desempleado y proletario tenía aventuras cada día a partir de las contradicciones de la burocracia, la corrupción y la exclusión social características de Bogotá. Respondo que no se puede olvidar que ese era el mocasín que se usa con media blanca gruesa, la misma que tiene los resortes acabados y se escurre por el tobillo, es la media comprada en la décima a 10mil pesos el trío, es la del mocasín embarrado, que debe ser embetunado en la Plaza de Bolívar para que se le alarguen los momentos en que se usa para ir a entrevistas de trabajo, que han sido señaladas en los clasificados, justo ahí cuando se tomaba un tinto y se observaba pasar a las muchachas. El otro mocasín, el aristocrático, el de Mario Hernández, está hecho de colores vivos, llamativos, está para afirmar en cada instante que se dispone de libertad de usar otra cosa; son los mocasines del neoliberalismo que solo otorga posibilidades de elección a lo que están arriba. Es un mocasín de lo inútil que se usa con las medias de lo inservible. Es la prenda de la insolencia que se le muestra al mundo cuando no hay necesidad de preocuparse por el pago de las deudas el día de mañana.
Rodolfo Hernández salió el día de la primera vuelta en una piscina con algo menos que mocasines (apenas si le cubren el pie), así como hace unos días en el video en que caminaba con unas mujeres en pantaloneta. Tenía unos zapatos de la nada, inservibles, que poseen su valor de cambio, justamente, en que no sirven para nada, y que de manear consustancial significa la pertenencia a la aristocracia. Sus videos de Tik Tok que se más se han compartido son esos en los que se exhibe como un viejo aristócrata que posee libertad de vestirse como quiere y hacer la tontería que le plazca. Es la señal de siempre de nuestra aristocracia, tal y como lo enseñó el gran maestro Rafael Gutiérrez Girardot: solo se complacen en la constatación de que tienen algo que los demás no pueden tener. Entonces lo exhiben y lo llevan a todo lado. Eso significa el mocasín.
Petro se equivocó primero con los Ferragamo, eso fue en 2017. Reconoció la importancia del símbolo y quiso rectificar. En 2019 publicó una foto con sus mocasines embarrados, diciendo que estaban así porque iba a hablar con el pueblo indígena. Pero eso todavía no tenía nada de diferente al espíritu de nuestra aristocracia centralista que "se ensucia" para demostrar una excepcional igualdad, que no es más que el principio habermasiano de la imposición de una visión de mundo para llevar al otro al propio terreno epistemológico. Ahora antes de la segunda vuelta entendió la equivocación. Doña Genoveva lo recibió la semana pasada en el Chocó para que cocinara, bailara y durmiera en su casa, una casa de los nadies totales que nunca han sido contados por el neoliberalismo. Es la casa de los que no pueden usar mocasines porque el barro solo permite algo más práctico, aquello que quiso simbolizar en su momento Van Gogh y que Heidegger entendió mal como una vuelta a la provincia. Petro durmió allí y solo así pudo rectificar su error de afirmar el aristocrático mocasín. Lo hizo quitándose sus zapatos, que fueran los que fueran en ese momento siempre lo señalarían como un aristócrata (tal y como lo dice la investigadora en moda Jennifer Varela), al quitárselos, justo en ese lugar, no iba a lograr ninguna identificación, por supuesto, sino suspender durante esa noche el orden de la dominación centralista, bogotana y típica de nuestra cultura de La hacienda, el doctor, el sumercé (a su merced) y el "claro que sí" que se le debe decir a cada orden injusta que da el jefe. A la dominación se la enfrenta también suspendiendo sus reglas del juego, en este caso, permitiendo que la noche en la que cada vive según su lugar de ubicación y privilegio (o necesidad), se cambie simbólicamente por una noche de igualdad.
Me parece que el domingo cuando salgamos a votar sabremos quién vota por quién cada vez que miremos los tipos de zapatos que van cruzando por ahí. Esto nos puede llevar a suponer que los próximos cuatro años las fronteras políticas estarán marcadas muy claramente: ellos o nosotros, los que usan mocasín o el pueblo.
